Los tipos del parque de caravanas

Tiene el mérito de ser una serie de televisión producida completamente en una ciudad del tamaño de Vigo o Gijón, sólo con actores locales y bajo presupuesto, y ha conseguido ser emitida en más de quince países. Nunca me imaginé, cuando me la encontraba en Paramount Comedy y huía de ella, que me iba a acabar gustando, tampoco que iba a acabar viviendo tan cerca de ese lugar. Al final, la vida da muchas vueltas y, al igual que vivo en Nueva Escocia, también me he visto las siete temporadas de «Trailer Park Boys».

La serie no me gustaba nada, me espantaba ese feísmo, esa cutrez y ese doblaje mediocre. Lo último no tiene remedio y no sé cómo hay gente que disfruta oyendo a los personajes hablar en ese castellano estándar, subsección «malote de Valladolid». Los que veían la serie en Paramount Comedy se perdían el acento de este rincón de Canadá, además de mil chistes que no quiero imaginar cómo tradujeron. La cutrez resultó ser un recurso manejado por maestría para provocar la risa y lo que con diecisiete años me parecía feísmo, con veintiséis me parece algo totalmente normal.

«Trailer Park Boys» es un falso documental que cuenta el día a día de Julian y Ricky, unos modestos criminales que viven, junto a su amigo Bubbles, en un parque de tráileres en algún punto de las afueras de Halifax, y se pasan la vida entrando y saliendo de la cárcel. Siempre tienen un gran plan para vender los kilos de marihuana que pretenden cultivar, y casi siempre les sale mal por culpa de su némesis, Mr. Lahey,un ex policía alcohólico que ahora trabaja de vigilante del parque. Según avanzaron las temporadas se fue añadiendo al cóctel la medida adecuada de slapstick y absurdo. A menudo acaban siendo una especie de Coyote y Correcaminos quinquis. Un ejemplo del tono de la serie es esta frase de Ricky, que decía algo así como: «No rajes de la cárcel. Ahí hay muy buena gente y nos lo hemos pasado de puta madre.»

Los hay quienes lamentan que la popularidad de la serie haya reforzado un estereotipo existente en otras partes de Canadá sobre la gente del Este, a los que algunos de provincias más ricas prefieren ver como unos vagos borrachos y drogadictos que viven del gobierno. Algo en la línea de las maldades que se pueden oír en España sobre los andaluces o extremeños.  En su libro «Chavs, la demonización de la clase obrera», el periodista inglés Owen Jones cuenta cómo, desde la época del thatcherismo ha ido haciéndose más común la ridiculización del pobre. Los humoristas se ríen de la «escoria» para deleite de su público de clase media. Jones pone como ejemplos el show de Catherine Tate o la serie «Shameless».

Al menos a nivel superficial, «Trailer Park Boys» debería estar junto a esos programas, pero no estoy seguro de que que sea correcto marcar con ese estigma a la serie. Donde más veces he visto a la gente hablar sobre ella, a menudo con una sonrisa de oreja a oreja, ha sido cuando trabajé de reponedor de madrugada. A pesar de que los protagonistas viven en la miseria (algunos también en la inmundicia), casi todos son impresentables, idiotas y adictos a algo, y siempre tienen mala suerte, consiguen provocar simpatía sin condescendencia. Son tres amigos absurdos en situaciones absurdas, la mayoría de las veces con hierba y/o ron de por medio.

No quiero exagerar dándole a la serie un rol que no tiene, ni ha intentado tener; es una comedia sin muchas pretensiones, quizás significativa de cómo algunos se ríen de ellos mismos, es también un catálogo de arquetipos de la zona. La televisión nos ha acostumbrado tanto a ver las vidas de la clase media-alta en las tan cosmopolitas Nueva York o Los Ángeles que cualquier otra cosa con menos «status» nos ha horripilado, está bien que eso vaya cambiando, pero, más adecuado que acabar la entrada con este sermón, sería acabarla con un par de vídeos ilustrativos:

El baloncesto de aquí y de allí (II)

Primera impresión

Cuando llegué a Halifax, tenía curiosidad por esa liga que había acabado su primera temporada, la National Basketball League of Canada. Sabía que los Halifax Rainmen llegaron a la final, entrenados por el catalán Pep Clarós, el trotamundos del baloncesto. ¿Cómo no interesarse por ese nuevo invento, en el que además el equipo de la ciudad era de los más potentes? Tardé poco en asistir a un partido en el Metro Centre. Estábamos en pretemporada y ese era el partido de presentación, contra Summerside Storm.

Antes de que comenzara el partido, Andre Levingston, el dueño del equipo, salió a la pista a dar un discurso de bienvenida. Nunca había presenciado algo así. Levingston, un afroamericano de Detroit, hablaba de cómo el equipo puede dar un ejemplo positivo a niños en riesgo de acabar por el mal camino, y de cómo había fichado a Tyler Richards y éste iba a redimirse con trabajo duro. Richards, el único jugador local del equipo, había sido una figura universitaria, pero su carrera se interrumpió por culpa de unos problemas con la policía que lo tuvieron bajo arresto domiciliario. Ahora tenía una segunda oportunidad, decía el owner, y la iba a aprovechar.

El discurso de Levingston siguió. Había cambiado al entrenador Clarós por su primo, el ex-NBA Cliff Levingston. También había cambiado a la mitad de la plantilla finalista. Nos habló maravillas de uno de los jóvenes fichajes, Josiah Turner, del que predijo que sería el primer jugador de la NBLC en llegar al draft de la NBA. No mencionó que Turner había sido apartado del equipo de los Arizona Wildcats tras no pasar el test de drogas y que lo pillaran conduciendo con niveles altísimos de alcohol en sangre, lo que hizo que acabara huyendo primero a Hungría y después a Canadá para evitar cumplir una corta sentencia en prisión. También el coach Levingston había estado unos meses en prisión, por no pagar la manutención de su hijo.

La manera en la que Andre Levingston acabó su intervención fue sorprendente. Con la vehemencia de un telepredicador, nos hizo repetir algo así como «yo soy alguien», «tú eres alguien»,  «somos alguien», «todo el mundo es alguien». Todos hicimos caso y participamos en ese acto de autoafirmación al que le encuentro un par de lecturas distintas. El partido comenzó y pasé del choque cultural al choque baloncestístico. Ese era un partido amistoso, pero después comprobé en los partidos oficiales que esos defectos no desaparecían: escasísima circulación de balón, decenas de triples errados que nunca debieron haberse lanzado y un constante vaivén de contraataques lanzados por alguien que no pasa el balón y acaba estrellándose contra el defensor.

La liga

En plena liga, además, los partidos de la temporada regular son irrelevantes; la liga se compone de 9 equipos y 8 de ellos entran en playoffs. Cada equipo juega más de 40 partidos, así que es irrelevante que los Rainmen empezaran la liga con un balance de 0-6, a pesar de que sólo tienen 8 rivales. Aún pueden ganar la liga, pero si siguen perdiendo, no les acontecerá ninguna tragedia. Lo único que pasará es que la plantilla del equipo cambiará más; esta temporada, en tres meses de competición, los Rainmen han utilizado ya a 21 jugadores. ¿Cómo crear mitos si los jugadores duran tres semanas en el equipo?

Es todo lo contrario del otro baloncesto disponible, el universitario. Como es lógico, es mucho menor el talento, pero lo colectivo prima sobre lo individual. Los pabellones son minúsculos, pero las gradas se llenan y los estudiantes animan. Quizás el jugador más destacado pueda calentar banquillo por unos años en un modesto equipo profesional-en 1994, un jugador salido de la U.de Saint Mary’s en Halifax fue elegido en el draft de la NBA-, probablemente en la NBLC, pero la mayoría de los jugadores , no importa que tengan un primer paso explosivo o un buen tiro de 3, se intentarán ganar la vida con lo que hayan estudiado. No hay lugar aquí para semiprofesionalismo, para ligas EBA.

Hay una diferencia con la ACB que conocía: la de raza. La ACB es blanca, paya, a menudo catalana y de clase media. Comparemos de donde vienen, por ejemplo, los hermanos Gasol, hijos de médicos, y los projects de los que han salido cientos de jugadores americanos para los que el baloncesto era una de sus pocas opciones, americanos a los que las cuotas y barreras proteccionistas los mantienen en minoría en los equipos europeos. La diferencia no sólo está en la pista, también está en las gradas. En Canadá, el hockey es el deporte rey, y dice el prejuicio que, como en EEUU, el fútbol es para inmigrantes y el baloncesto es para negros. No es que las gradas del Metro Centre hubiera siquiera una mayoría de afrocanadienses, pero el porcentaje de ellos era más alto que en la acomodada zona en la que vivo.

El ambiente en los partidos de la NBLC es mucho más frío. Las buenas bases de hip hop que suenan en el pabellón en todo momento apenas lo camuflan. Los pabellones, hechos para el hockey, son demasiado amplios y nunca se llenan. Es suficiente mérito convencer a mil, dos mil, tres mil personas para que salgan de sus casas, en pleno invierno canadiense y viajen hasta el pabellón -la población está dispersa- cuando pueden quedarse en casa viendo la NBA, la NHL, la NFL o la MLB en su huso horario, en su idioma. En Canadá, a diferencia del resto del mundo, pocos necesitan una «liga nacional».

En la NBLC, además, todo jugador se sabe prescindible,y a la vez, pocos quieren estar allí, ven esa competición como un trampolín hacia mejores contratos, alguno aún sueña con la NBA, pero al final intentan salvar su pellejo de manera contraproducente, buscando mejores estadísticas, más tiros, el premio individual, ya que la recompensa colectiva les resulta irrelevante. Son dinámicas muy fuertes que atrapan a muchos, y no es nada particular de la NBLC, ocurre en toda esa galaxia de ligas menores dispersas por Norteamérica: la NBDL, la difunta CBA, la revivida ABA donde nacieron los Rainmen, y muchas otras. Hay baloncestistas que caen en el círculo vicioso de intentar salir del «pozo» de las ligas menores a base del mismo individualismo que les cerró las puertas de mejores competiciones.

En estas ligas menores hay algo que recuerda a la épica de esos pioneros que pueblan los relatos sobre la NBA de los 40 y 50 y la ABA de los 70. Hay gente intentando dotar de sentido a algo que sin aficionados y espectadores, no lo tiene, hay caos y también muchas historias que contar, pero éstas casi nunca transcurren dentro de la pista. La NBLC nació después de que el dueño de los Rainmen retirara a su equipo de la Premier Basketball League como protesta por favores arbitrales al equipo propiedad del presidente de la liga.

Fue Levingston el que creó la liga junto a otros 6 equipos. Poco a poco, la NBLC intenta sobrevivir, con 2 expansiones en 3 temporadas. No es, como el baloncesto europeo, el escaparate publicitario de otros negocios y empresas que quieren unir su marca a la del equipo ganador, ni un medio para amigarse con las autoridades locales. Nadie entendería que el dinero público se empleara en subvencionar a una de estas franquicias. Así que, se le dé bien o mal, cuando el dueño nos habla, no nos intenta vender la moto con otro negocio suyo, la liga y el equipo es su negocio y es donde se juega las lentejas.

Historias

En las dos temporadas anteriores, los campeones han sido London Lightning, entrenados por Micheal Ray Richardson, la ex estrella de los 80, expulsado de la NBA por consumo repetido de cocaína. En su momento Richardson se defendió apuntando a un cierto racismo que permitiría a un alcohólico como Chris Mullin seguir jugando en la liga. Más tarde, ya como entrenador, Sugar Ray Richardson ha tenido problemas por declaraciones supuestamente antisemitas y homofóbicas. Donde Richardson no ha tenido problema ha sido en ganar títulos con los equipos que entrenaba: el de la CBA en 2008 y 2009, el de la PBL en 2010 y el de la NBLC en 2012 y 2013. Sólo se le escapó el de la PBL de 2011, en la final con polémico arbitraje que provocó el cisma en esa liga.

Una de las estrellas de los Lightning, y el único jugador que conocía, era el ex-Grizzly Rodney Buford, que mencioné en el anterior texto. Estuvo un par de meses en Halifax antes de ser traspasado a London, donde jugó a muy buen nivel. Cuando vi en directo a los Lightning jugar aquí, pude, once años después, ver a uno de los miembros de ese equipo NBA al que animaba y tan lejano me parecía.Al final, tanto Buford como yo pasamos por la misma ciudad, aunque él ha tenido una trayectoria mucho más interesante. Multado y suspendido en la NBA repetidas veces por consumo de marihuana, se fue al Maccabi Tel Aviv, donde también dio positivo por marihuana, para acabar siendo castigado por la FIBA. Antes de encontrar la estabilidad baloncestística en Canadá hizo cortas escalas en Ucrania, Hong Kong, Líbano o Venezuela.

En los Rainmen, ahora el entrenador es Craig Hodges, el extriplista de los Bulls  más míticos, y también ha sido protagonista de titulares por cuestiones extradeportivas. Cuando estaba en los Bulls criticó públicamente a su compañero Michael Jordan por no comprometerse políticamente, y no denunciar problemas sociales. Era la época de los disturbios de Los Ángeles. Después de eso ningún equipo NBA lo contrataría más, a pesar de ser uno de los mejores tiradores de la liga. Hodges denunció que había sufrido un boicot debido a su relación con la Nación del Islam de Louis Farrakhan. Ahora ha vuelto a los periódicos, ya que Dennis Rodman lo reclutó para el partido de veteranos que se celebró en Corea del Norte. No pudo asistir por culpa de un vuelo retrasado, lo que no impidió que la prensa le atacara por haberlo intentado. «¿Por qué unos hombres negros que no pueden ganarse la vida en Estados Unidos no van a poder ir a Corea?», preguntó él.

Conclusión

Aunque he ofrecido una muestra sesgada, los protagonistas de esta liga suelen tener historias más interesantes que las del jugador o entrenador europeo. Espero que en un futuro, el baloncesto que hagan también lo sea. Aunque ahora se hable de un buen momento del baloncesto canadiense, Tristan Thompson, el viejo Nash o Andrew Wiggins son simplemente unos tipos que juegan en Estados Unidos y que uno ve por la tele. Algo más bien irrelevante a nivel local, tan irrelevante como la selección, que fracasó el pasado verano en el Campeonato de las Américas sin que a nadie le importara.

Lo malo es que las ligas menores, no motivan ni a algunos jugadores para que le dediquen su tiempo completo; Tyler Richards, el jugador que supuestamente iba a redimirse para dar un buen ejemplo a los jóvenes, se había pluriempleado: jugador de baloncesto por el día, traficante de droga por la noche. Richards fue detenido hace un mes por asaltar a una mujer en una discoteca. La policía registró su casa y allí encontró fajos de billetes, armas y cocaína. Una decepcionante y morbosa historia que parece salida de los años 70, de años más salvajes.

Si algún día los responsables de la liga consiguen canalizar toda esa energía, ese afán de supervivencia, para que los objetivos sean colectivos y haya diferencias entre la victoria y la derrota, entonces ese día tendrán entre manos algo apasionante. Me encantaría que así fuera; prefiero animar a gente con un pasado difícil y que intenta sobrevivir antes que aplaudir al poderoso y vocear «Polaris» o «UCAM».

El baloncesto de aquí y el de allí (I)

Hoy voy a hablar de baloncesto,  como siempre comparando ambos países, pero para eso creo necesario poner el español -en este caso «mi» equipo, el CB Murcia- en perspectiva, y no quiero dejarme nada en el tintero, así que voy a dividir el texto en dos partes. Quizás parezca que en esta entrada hay poco de Canadá pero también creo que hay una gran verdad en eso de que todos los caminos llevan a Roma.

El baloncesto es un deporte que me ha encantado desde que con catorce años recién cumplidos, vi por la tele a la selección española y su injusto bronce en el Eurobasket de Turquía de 2001, cuando Pau Gasol, Raül López y Juan Carlos Navarro aún tenían su historia por escribir. Ese año, además de empezar a practicarlo- y en mi caso, sin mucha fortuna – muchos adolescentes españoles nos hicimos seguidores de los Memphis Grizzlies. Unos Grizzlies que acababan de huir de Canadá buscando mejor fortuna en el sur.

Daba igual que el equipo fuera desastroso, con ese balance de 23-59, ni que más allá de «nuestro» Pau, hubiera poco con lo que emocionarse. Hagamos memoria: el roster estaba compuesto por figuras como unos muy viejos Grant Long, Tony Massenburg o Isaac Austin, gente que no haría carrera en la liga como Eddie Gill, Isaac Fontaine, Will Solomon, Antonis Fotsis y también alguien del que hablaré más adelante: Rodney Buford. Yo y muchos nos tragábamos derrota tras derrota narradas por Andrés Montes en Canal +, los viernes por la tarde. En mi ciudad, el CB Murcia, en ese momento llevaba el nombre de la constructora Etosa, estaba en la liga LEB y lo más destacado que se podría decir del equipo es que tenía a un tipo que compartía nombre con Michael Jordan.

El año siguiente mi experiencia como espectador del baloncesto local fue mucho más grata; cada par de jornadas acudía al Palacio de los Deportes a ver a ese equipo cuyas figuras eran Xavi Sánchez-Bernat y Antonio Reynolds-Dean, un Etosa Murcia que se ganó el ascenso, ganando en playoffs a Cantabria Lobos y a un surrealista equipo de la Universidad Complutense en el que jugaban Andre Turner con 38 años y Maciej Lampe con 17. La ACB se acercaba, y cerca, en el Centro de Tecnificación de Alicante, se celebró el All Star de la liga. Ese en el que Walter Herrmann ganó el concurso de mates. Ahí pude ver en directo a Navarro, Bodiroga, Jasikevicius, que me cautivarían ganando el triplete, y a Scola, Nocioni y tantos otros. Con quince años mi panteón baloncestístico se había formado.

El año siguiente, Murcia cambió la LEB por la ACB, y una constructora, Etosa, por otra, Polaris World. También Polaris daría mucho que hablar más adelante. Eran tiempos de campos de golf y «Agua para Todos», de hegemonía total del ladrillo. Los patrocinios deportivos pueden ser útiles como cualquier hemeroteca cuando se busca el signo de tiempos pasados. Mis padres me compraron un abono de temporada, y la temporada fue nefasta pero divertida; Murcia ya tenía una larga tradición de equipos ascensores, de los que siempre dan la razón a Isaac Newton.

Lo cierto es que no es la peor dinámica que un aficionado puede encontrar, hay emoción al buscar el ascenso y la hay al intentar evitar el descenso, un año se disfruta ganando y al siguiente, uno admira a las grandes figuras con el mismo semblante de Paco Martínez-Soria cuando iba a la gran ciudad. Por esas coordenadas se movía alguno de mis vecinos de asiento; un par de casi jubilados rurales que a menudo gritaban «negro de mierda» a la estrella del equipo rival. La afición futbolera de Murcia tiene un odioso tic: insultan y masacran al jugador propio mucho más que al árbitro o al rival. Alguno en el Palacio se había contagiado y hacía lo propio con los jugadores que defendían y fallaban triples. Seguro que todos lo disfrutaban.

Seguí abonado al club hasta que me fui a estudiar a Madrid. Ese año, el Polaris World Murcia cambió el tradicional rojo por los colores corporativos del patrocinador. La constructora había comprado el equipo. Yo ya no iba a animarles al Palacio cada 15 días, tardé meses en poder ver un partido por televisión. Creo que fue la final de la Copa Príncipe de Asturias, no recuerdo el rival y no quiero buscarlo en Google, pero sí recuerdo a Juanjo Triguero jugando de maravilla y a mí con dificultades para implicarme emocionalmente con lo que ya me chirriaba como un anuncio andante de una empresa nociva, en lugar del equipo de mis amores.

Mientras tanto, en esos años en Madrid, de vez en cuando disfruté de algún partido que otro, Real Madrid o Estudiantes; ACB, Copa del Rey o Euroliga. Los disfruté como quien va al teatro o el cine, pero sin pensar nunca en cambiarme de chaqueta.  Un par de veces pude volver a Murcia, al Palacio, y ver a ganar más a menudo a un equipo con grandes jugadores como Taquan Dean o Marcus Fizer, aunque no podía evitar incomodarme cuando alguien intentaba que el pabellón cantara «Po – la -ris» en lugar de «Mur – cia, Mur – cia».

Era lógico intuir que eso no tenía futuro, mientras bajo una pancarta enorme de «Agua para Todos» unos hinchas gritaban a todo pulmón el nombre de la constructora que sembraba de campos de golf media provincia, algunos hablaban cada vez más de una burbuja inmobiliaria y la palabra crisis se abría paso tímidamente. Esa crisis que el presidente Rodríguez Zapatero no quería mencionar y esa burbuja cuya existencia negó todo el establishment español: Chacón, Solbes, Blesa, Jiménez Losantos, Montoro, De Guindos, Felip Puig o Rato, entre muchos otros.

Lo que tenía que pasar, pasó. Estalló la burbuja, Polaris quebró y, si no tenía dinero para pagar a sus proveedores o acabar sus obras, ¿cómo iba a seguir gastando dinero en ese capricho para nuevos ricos que nunca dio beneficios? Porque, como el resto del deporte profesional español, la liga ACB, por mucho que yo la haya disfrutado, parece salida del mundo que existe en la mente de Mariano Rajoy, es una liga en la que todos han vivido y viven por encima de sus posibilidades, confiando en que siempre aparecerá alguien que pague las deudas. No fue así.

El Akasvayu Girona fue paradigmático. Su patrocinador, una oscura inmobiliaria de capital ruso, trajo a Svetislav Pesic, Marc Gasol y una plantilla de lujo que consiguió una EuroCup. Meses después, su directiva anunció que el equipo acumulaba 6 millones de euros en deuda, y renunciaron a la ACB. De la gloria a la ruina, ya que en LEB sólo prolongarían la agonía algún año más hasta desaparecer, como más equipos. Parecía que el CB Murcia iba a seguir ese camino, ya que la única fuente importante de ingresos era la subvención del gobierno autonómico, me parece que de un millón al año.

Los sueldos de unos señores extranjeros que ganaban, digamos, 15.000 euros al mes eran subvencionados a lo largo de toda España por autonomías, provincias y ayuntamientos. Dicen que era para promocionar el deporte, pero se pueden contar con los dedos de una mano los baloncestistas profesionales que han salido de Murcia. Aunque hubieran sido muchos, lo justo y necesario hubiera sido favorecer la práctica del deporte para todos, no sólo para el Nenad Markovic, Ferrán López o el Chris Thomas de turno.

El equipo, eso sí, aguantó hasta que llegó otro salvador con el dinero por delante: la UCAM, la Universidad Católica. Fracasada en Murcia la utopía del ladrillo, el poder parece olvidarse de posibles modernidades y busca refugio en la religión de toda la vida, variante neocatecumenal. El rector, José Luis Mendoza, a golpe de talonario hace a su universidad omnipresente en el panorama deportivo. Incluso paga a Mireia Belmonte para que muy de vez en cuando pase por Murcia a hacer el paripé. Una de las pocas televisiones locales que se mantiene con vida después del crash, Popular TV, se ha convertido en poco más que un altavoz propagandístico de la UCAM.

Todo eso iría ocurriendo poco a poco en los últimos años. Por mucha aversión que me provocara el nuevo patrocinador (acabaría siendo dueño) del club, no podía evitar animar al increíble trío que lideró al equipo en la remontada de final de temporada para la salvación, cuando James Augustine, Ime Udoka y Quincy Douby enviaron al Estudiantes al «descenso», haciendo de supervillanos para la mayoría de los aficionados y periodistas de toda España, que probablemente tenían razones fundadas para saber que los madrileños eran los buenos y los murcianos los malos de la película.

Acabé yéndome de España, y seguí los avatares del equipo cuando pude, de vez en cuando. Más de un año después, volví a casa por Navidad, y quise acercarme de nuevo al Palacio de los Deportes, como quien se reúne con un viejo amigo después de años sin verse. Y tenía mucho en lo que ponerme al día.El aforo estaba casi completo y en la pista se jugó un buen baloncesto recompensado con una victoria. Esas dos cosas, las más importantes para un espectador, habían cambiado mucho y a mejor desde mis tiempos de abonado.

También las viejas pancartas de «Agua para Todos» habían desaparecido, aunque me temo que la razón de eso no fue la sensatez; a los poderes fácticos se les calmó la sed milagrosamente cuando los socialistas desalojaron la Moncloa, la Generalitat y el Gobierno de Aragón. Los colores del equipo habían cambiado otra vez, se cambió el clásico rojo y blanco por los colores de la UCAM, el azul, inconfundible color de orden, y amarillo vaticano. Ahora hasta el escudo tiene un San Antonio con espada y todo. La otra equipación, con la que jugaron el partido que vi, es una suerte de disfraz de selección española, una camiseta con el rojo y gualdo de la bandera del reino, para que nadie se lleve a engaños.

Antes y durante el partido, el speaker fue repitiendo una y otra vez  que el señor Mendoza estaba presente, que el señor Mendoza acompañaría a los deportistas olímpicos «universitarios» para saludar en el descanso, el señor Mendoza esto y el señor Mendoza lo otro. No en vano estábamos en el Mediterráneo; el señor Mendoza se comporta como un patricio o un tribuno de la antigua Roma, ofreciéndole al pueblo que llena el coliseo unos cuantos gladiadores para así ganarse el favor de la gente. Esa noche, había disfrutado de un buen espectáculo, pero al cabo de unos días lo recordé con una sensación agridulce. El baloncesto que vi en Murcia no podía ser más distinto que el que he visto en Halifax. A ese le dedicaré la segunda parte de este texto.

El nuevo hombre del tiempo

Hoy llega a Nueva Escocia una enorme tormenta de nieve, y ya me he preparado convenientemente. Me enteré con cierta antelación gracias a un meteorólogo amateur que está causando sensación en YouTube. Su nombre es Frankie MacDonald, y éste es el vídeo que me avisó de la tormenta. Su estilo es indudablemente peculiar, la razón de esto es su autismo. En cada uno de sus vídeos, grabados en su casa o en las calles de Sydney, en el norte de Nueva Escocia, advierte de fortísimas tormentas, allá donde se produzcan, en cualquier parte de Canadá o Estados Unidos.

En los vídeos se dirige a los habitantes del lugar, insiste, repite, en voz muy alta -los canadienses suelen hablar en un tono mucho más bajo que los españoles- las precauciones que uno ha de tomar ante la futura tormenta, y no duda en dejarlo claro y repetirlo las veces que haga falta. Después de ver uno de sus vídeos hasta el más distraído capta el mensaje. Ejemplificando lo que es la fama en internet, mientras una parte de audiencia se ríe de él y de su autismo, otros no paran de mandarle mensajes de apoyo y aliento. Prueba de ello son los comentarios de este otro vídeo, con casi 400.000 visitas. Su cuenta de twitter, @frankiemacd, tiene 8000 seguidores, y ya ha aparecido en más de un canal de televisión.

Personalmente, encuentro en los vídeos un punto hipnótico, aunque éstos son realmente útiles gracias a esa viralidad; Frankie va a llegar a tu timeline de Facebook o Twitter mucho antes que los hombres del tiempo «serios». Él mismo dice que «ha hecho un gran trabajo haciendo sus propios vídeos, ignora los comentarios negativos y maleducados, se centra en los positivos» y que hacer esos vídeos es su vida. Después de todo, Frankie ofrece un servicio a los demás, y disfruta haciéndolo. ¿Cuánto hay de malo en eso?

Honor The Treaties

No todo son diferencias entre mi país de origen y el de adopción. Recientemente, una parte de Canadá está reaccionando de una manera que me resulta muy familiar. Uno ya ha visto a Pilar Bardem, a Oleguer Presas, a Willy Toledo o a Albert Pla despertar las iras de un sector importante de la población, y también ha visto como el reproche de vuelta que se les hacía no era, a menudo, el de ser rojos y/o separatistas, sino el de opinar de política, siendo una actriz, un futbolista o un cantante. Meterse en política, justo aquello que el Caudillo desaconsejaba hacer. Como si la política fuera algo vedado a unos pocos, a los que mandan.

En el Great White North, ha sido Neil Young el que ha levantado la voz, para atacar una de las principales fuentes de riqueza y empleo del país: las muy contaminantes arenas alquitranadas de Athabasca, en Alberta, donde cada día se extraen, a cielo abierto, más de un millón de barriles. A pesar de su rentabilidad, la extracción supone un peligro enorme para el medio ambiente, así como para los nativos de la zona. Estas arenas han sido un campo de batalla de las relaciones públicas, con el lobby petrolero gastando millones y millones en publicidad y «expertos» que nieguen tal evidencia a la población.

La gira ‘Honor the treaties’ (Honrad los tratados) ha llevado a Neil Young y Diana Krall a varias ciudades del país. Young ha decidido utilizar su condición de figura pública, su estatus de dinosaurio del rock para no solo concienciar a la población o echarle un pulso a ese Goliat que es la industria del petróleo, sino también ayudar recaudando fondos para la nación aborigen de Athabasca Chipewyan en su lucha contra los gobiernos de Alberta y Canadá. Fondos totalmente imprescindibles para la nación Chipewyan y su larga batalla legal contra la industria.

Los descalificativos no han tardado en llegar desde la opinión publicada; Young es un hipócrita porque para ir de gira consume gasolina, los vinilos que en su día le dieron de comer están hechos de un derivado del petróleo,  es un «champagne socialist», o que como ahora vive en Estados Unidos ya no puede opinar sobre su país de origen, uno de los peores mamporreros del petróleo lo acusó de anticanadiense. El tono de las reacciones, eso sí, ha sido mucho menos virulento que sus equivalentes españolas; el premier de Saskatchewan, a la vez que criticaba a Young, admitía que tiene derecho a opinar libremente. Tampoco nadie ha movido un dedo para cancelar o prohibir ninguno de sus conciertos.

El caso del viejo rockero me recuerda, un poco, al dilema del hijo de un criminal que descubre el origen de la riqueza de su familia, o a la hija progre del Rubén Bertomeu de esa magnífica novela, y serie, que es ‘Crematorio’. ¿Es lo correcto decirle las verdades a la cara al progenitor o por el contrario es hipócrita morder la mano que te ha dado de comer?

Cabin fever

Poder volver a casa para la época de fiestas, el reencuentro con familia y amigos, eso tiene muchas cosas buenas, pero también un aspecto negativo que hasta el más miope hubiera visto venir: no es fácil cambiar Murcia por Canadá en pleno enero. Es una interrupción de la interrupción, para otra vez lidiar con distancias kilométricas, con al menos un par de decenas de grados de temperatura de diferencia, con el viento, la lluvia, el hielo y el barro, mucho más desagradables que la nieve, con diferencias culturales para las que, por culpa de un sólo mes en España, estoy desintonizado.

Bajo un invierno tan severo, parece que salir a la calle y socializarse es un sacrificio enorme que necesita coartadas igual de grandes. En efecto, económicamente sí es un sacrificio, comparado con las tierras ibéricas, así que hay que tener muy buenas razones para salir de casa. Incluso hacer la compra, aquí donde no existen los supermercados y sólo hay unos cuantos hiper diseminados por toda la ciudad, es una epopeya para el desgraciado que no tiene un coche. Casi se podría decir que, en el norte del norte, el que no puede permitirse ser otra cosa que peatón es una especie de paria. Aunque no me hagais mucho caso, será que aún tengo las piernas cansadas, y tampoco querría yo darle la razón a ningún anuncio de Campofrío.

Por estas tierras se habla de un concepto del que nunca había oído antes de llegar aquí: el de cabin fever o fiebre de la cabaña. Es lo que siente el que está encerrado por un largo tiempo sin nada que hacer; una prima hermana de la claustrofobia, la depresión y el aburrimiento. El invierno la propicia y no la sufren únicamente los recién llegados. Los psicólogos recomiendan salir a la calle, aunque no tengamos ganas de pasear a -12º, que aprovechemos las pocas horas de sol disponibles. Los mismos expertos recomiendan hacer amigos en verano y otoño, para así tener con quien compartir los meses de frío. Incluso los profesionales de la autoayuda descartan la posibilidad de socializar en el invierno canadiense.

Espero que ni Chus Lampreave ni Fofito lean esto.

La increíble historia del alcalde y el crack

Casi siempre, este blog explicará Canadá desde una perspectiva española, así que será difícil evitar las comparaciones entre uno y otro país, y el de la hoja de arce parecerá razonable, tranquilo y moderado en comparación con Celtiberia. Hoy no será así.

Todos los clichés sobre Canadá se vienen abajo cuando analizamos la figura del alcalde de la principal ciudad del país, Toronto. Una ciudad que a veces levanta recelos entre el resto de la nación, ya que para ellos, Toronto es demasiado grande, demasiado arrogante y le han regalado demasiadas cosas. Su alcalde, Rob Ford, sería entonces la viva imagen de la ciudad: él también es demasiado grande, arrogante y de buena familia.

Lo primero de Rob Ford que llama la atención es su rotundo aspecto. Es obeso, pero no es precisamente un «Buda feliz»; quizás los medios quieren alimentar su estereotipo, pero las imágenes en televisión lo muestran a menudo nervioso, moviéndose a trompicones, enrojecido y cabreado, como si su propio cuerpo no cupiera en sí mismo y se fuera a desbordar. Una buena metáfora, un avatar antropomórfico de cualquier urbe enorme, de esas que han crecido sin control y de mala manera.

Lo segundo que llama la atención de Ford son sus maneras. El estilo de Rob es basto, a veces agresivo, es de los que «no tienen pelos en la lengua». Cuando ha podido, no ha dudado en intimidar cara a cara a algún periodista. En España el castizo diría que tiene «un par», pero lo siguiente que llama la atención es biografía. No es un hombre «hecho a sí mismo», como otros políticos de perfil parecido lo han sido: Berlusconi, Jesús Gil.. sino que el estatus le vino por herencia; su padre fue un magnate del plástico con cierta importancia en el Partido Conservador de Ontario. Ford heredó de él el dinero y las conexiones políticas; casi se diría que lo único que no pudo conseguir fue su viejo sueño de ser jugador profesional de fútbol americano.

En línea con los orígenes británicos del país, Canadá ya había tenido algún político relevante con problemas con el alcohol, como el carismático Ralph Klein, antiguo premier de Alberta durante 14 años, al que se le había visto bebiendo en bares con moteros de los Ángeles del Infierno o peleándose con vagabundos. Aún así, ni los peores enemigos de Ford, y tiene unos cuantos, hubieran podido imaginar una historia tan truculenta, en la que, como mínimo, encontramos drogas, cadáveres, mentiras y por fin hoy, cintas de vídeo:

Las cuatro estaciones de Rob Ford

Primavera de 2013

El Toronto Star, enemigo declarado del alcalde, se hace eco en su portada de algo que hasta entonces sólo comentaban las malas lenguas: Ford se había presentado en un acto público en tal estado de intoxicación que los organizadores le pidieron amablemente que abandonara la cena y no causara mala imagen. Existían imágenes de esa noche, y en el momento que el periódico habló, las imágenes, que no mostraban a Ford en un estado óptimo, fueron repetidas hasta la saciedad por los canales de noticias.

El Star también se hacía eco de la preocupación por la salud del alcalde que tenían algunos miembros de su gabinete. La respuesta de Ford fue negar la mayor, mostrar su cabreo por esos ataques a su honorabilidad, calificando a esos periodistas de mentirosos. Semanas antes, una antigua rival por la alcaldía, Sarah Thomson, ya lo había acusado de tocarla de manera inapropiada mientras posaban para una foto, así como de mostrar los signos típicos del consumo de cocaína. Ford y la alcaldía negaron todo, esperando que pasase el temporal.

Verano del 2013

Unos meses después, la web americana de cotilleos Gawker suelta la bomba: unos tipos han contactado con uno de sus periodistas y le han ofrecido venderle un vídeo en el que aparece Rob Ford fumando crack con ellos. Le muestran el vídeo al periodista, que lo describe en este artículo, y piden 200.000 dólares por el vídeo. Las imágenes capturadas lo hacen muy veraz, y en el vídeo el alcalde estaría insultando, bajo los efectos del crack, a diferentes personas y grupos, desde los niños del equipo de fútbol americano de colegio que entrenaba (el colegio lo despidió una vez que esta historia salió a la luz) hasta a Justin Trudeau, nuevo líder del Partido Liberal al que llama «maricón». Según los dueños del vídeo, el alcalde era un cliente habitual y a menudo fumaba con ellos. También aseguraban que le vendían crack a más gente importante de Toronto, de dentro y fuera de la política.

Pocas veces nos encontramos con una noticia tan escandalosa y dada por un medio tan poco fiable, pero que a la vez sea tan veraz. Dos semanas más tarde, Ford despidió a su jefe de gabinete y a su vez cinco trabajadores de dicho gabinete dimiten sin hacer ningún comentario. Poco después, Anthony Smith, uno de los dueños del famoso vídeo, fue asesinado en el mismo tiroteo en el que Muhammad Khattak, otro de los que aparece en el vídeo, fue herido. El caso de la muerte de Smith se resolvió con una velocidad sorprendente, alguien se declaró culpable, diciendo que todo ocurrió en una pelea callejera, lo que exoneraba al entorno del alcalde. Con un muerto sobre la mesa, la alcaldía seguía negándolo todo otra vez, pero no sería la última historia del verano.

A finales de Agosto, apareció en Youtube de traje y corbata, vaso de Tim Hortons en mano, en las afueras de un festival callejero, otra vez en estado de escasa sobriedad y poca coherencia en sus palabras;llegó a decir «I’m wasted», que viene a ser «voy ciego». Esta vez Ford sí admitiría más tarde que se había tomado «un par» de cervezas, pero la imagen de un alcalde fuera de control no paraba de crecer. Respecto al asunto del crack, continuaba la estrategia rajoyesca de «algunas cosas no se pueden demostrar».

Otoño del 2013

Y finalmente, hoy, 31 de octubre, la policía de Toronto, anuncia que en el marco de una investigación contra bandas callejeras, han encontrado el famoso vídeo, en un archivo de ordenador que alguien había eliminado. El jefe de la polícia de Toronto, Bill Blair, ha confirmado en una rueda de prensa que lo que aparece en el vídeo lo mismo que había contado Gawker en su momento, y que él estaba decepcionado con el alcalde. A partir de ahora las investigaciones se centran en Sandro Lisi, un amigo cercano y chófer ocasional de Ford, al que los rumores situaban como el que compraba las drogas y trataba con los camellos. Lisi está acusado de extorsión por sus supuestos intentos de eliminar el vídeo y a sus dueños.

Hoy mismo Ford ha salido a la palestra para decir que él no piensa dimitir, que quiere defenderse y lo hará en los juzgados y que sólo quiere seguir haciendo su trabajo, ahorrar dinero a los habitantes de Toronto. Es muy «meritoria» su capacidad de agarrarse a la silla de mando de una ciudad de tamaño similar a Madrid, contra viento y marea, y más si tenemos en cuenta que en Canadá la política local está relativamente separada de la nacional y los aparatos de los grandes partidos no dudan en dejar caer alcaldes, ahora el Partido Conservador y su gobierno tienen otros asuntos y escándalos de los que preocuparse.

Invierno del 2013

¿Qué futuro le espera a Rob Ford? Parece que el está muy seguro de que seguirá siendo alcalde, y también parece que está haciendo historia en el terreno de la gestión de crisis mediáticas. No hay manera política de forzar su dimisión desde fuera, sólo la cárcel lo apartaría del poder, y quizás porque sólo el poder lo aleja de la cárcel, mantendrá esa audacia negando lo evidente y corriendo hacia adelante.

Toda esta historia, además de ser un excelente futuro guión de película, lanza un par de preguntas: ¿es Ford víctima del mayor montaje de la historia?, ¿o quizás se puede gobernar una ciudad de millones de habitantes durante tres años siendo consumidor habitual de crack y sin que nadie lo note demasiado?

La respuesta a una de las dos preguntas es sí, y no sé cuál de las dos sería más inverosímil.

La bebida nacional

Hace un mes me di cuenta de cuánto me estaba acostumbrando a la vida en Canadá. Me encontré a mi mismo compartiendo rutina con medio país, y no exagero demasiado. En esos momentos yo trabajaba en el turno de madrugada, de 11 de la noche a 7:30 de la mañana, en lo que sería el hipermercado de mi barrio, y todas las noches necesitaba una carga extra de cafeína para aguantar.

Así que me vi yendo noche tras noche al sitio que seguía abierto, sin importar que las horas fueran intempestivas (en España algunos a las 11 aún están tomando el postre, en Canadá llevan dos horas en la cama), donde me iban a suministrar el mismo café barato y adictivo que luego vería tomar a mi jefe y a más de un compañero de trabajo, y que les mantenía despiertos de la misma manera que a los antiguos jefe y compañeros de otro hipermercado en el que trabajé tres meses atrás y 3700 kilómetros más al oeste. Y si me pasaba por allí al salir de mi turno, a primera hora de la mañana, podía encontrarme unas colas inimaginables.

Recuerdo la primera vez que lo probé; llevaba una semana aquí y los que me acompañaban insistían en que tenía que probar algo tan canadiense. Yo no lo sabía entonces, pero en lugar de una visita turística guiada, ese acto tuvo más de la típica iniciación a cualquier vicio. Desde entonces, estoy más que habituado al subidón de azúcar del café French Vanilla de Tim Hortons, y me ha tentado a lo largo de toda la geografía canadiense.

Pocos países tienen una franquicia como símbolo nacional, más allá de Ikea y Suecia, pero ninguna franquicia cohesiona tanto a un país como Tim Hortons lo hace con Canadá. La franquicia está presente en todos los rincones del país, vendiendo café con el nombre de un jugador de hockey que murió en los 70. Está en las cantinas universitarias, despertando a estudiantes con falta de sueño. También está en mil rincones rurales, siendo el punto de reunión para que los vecinos de 80 años de los alrededores se reúnan a contar batallitas cada mañana. He acompañado a unos en el este y a otros en el oeste, y en todos los sitios, el mismo café, el mismo bollo, el mismo sándwich.

Lo normal es que a un español le venga a la mente Starbucks, pero no es una analogía válida; este café es mucho menos elitista o hip, aunque sea igual de industrial. Sus anuncios de televisión venden la imagen de los albañiles bebiendo «Timmies» en la obra, o, por supuesto, el partido de hockey cuyos espectadores lo beben todos. Aquí, el estirado y el moderno beben el café europeo, el latte, porque, amigos lectores, en Norteamérica no existe el coffee with milk (Ana Botella no cometió ningún error al llamarle café con leche), y lo que se le pueda parecer siempre tiene un precio prohibitivo. Lo de Tim Hortons, en cambio, es consumo de masas.

Hay unos 3.500 establecimientos a lo largo de todo el país, uno por cada 10.000 canadienses. ¿Te parece que hay muchos McDonald’s en España? El payaso Ronald sólo tiene allí 400 restaurantes, uno por cada 120.000 españoles. Incluso en el paralelo 63 tienen uno. Hay tal consenso entorno a beber ese café (tiene 63% de cuota de mercado frente al 7% de Starbucks) que los debates sobre las tapas de sus vasos llegan a los telediarios; los rusos tienen el vodka si quieren aguantar el frío, los canadienses tienen Tim Hortons, y, por el bien de mi salud, yo tengo que pensar en pasarme al té.

Exiliado no, migrante

Ha cuajado entre muchos españoles esta exageración que a mí me parece injusta. Según este discurso, los jóvenes que nos hemos ido de España a trabajar a otros países seríamos «exiliados», igual que los republicanos que huyeron en el 39 de la persecución política y se fueron a México, Argentina, o a Francia, para acabar algunos de ellos en un campo de concentración. Algunos, quizás con un poco más de vergüenza, matizan utilizando la expresión «exiliado económico». Supongo que para todos ellos es una pena que ya exista una palabra que siempre ha definido eso: migrante. Si el exiliado vuelve a su país, o lo meten en la cárcel o lo matan, y me parece que aún no hemos llegado a ese extremo en la España actual.

Pareciera que los que utilizan esta expresión de exiliado la asocian a una épica y heroísmo que no ven en los emigrantes que también fueron a Alemania o Suiza en los 60, o los miles que han abandonado lugares como Galicia durante siglos.  No hace falta irse atrás en el tiempo; parece que no queremos llamarnos a nosotros mismos con la misma palabra que designaba a todos los marroquíes, ecuatorianos, senegaleses, dominicanos, o rumanos que vinieron a España cuando las cosas iban bien, para realizar los trabajos que los españoles no queríamos hacer.

Nosotros, los buenos jóvenes de clase media ni nos planteábamos si ese o esa «tercermundista» tenía estudios superiores o estaban cualificados para hacer mucho más que recoger lechugas, limpiar casas o poner ladrillos. «Si ese moro o ese payoponi ha estudiado algo en su país, seguro que era un chiste de carrera, en medio de la jungla o el desierto.»  No todos pensábamos esa barbaridad, pero más de uno habrá oído alguna vez algo parecido en boca de algún machote cubata en mano.

Probablemente alguno de ellos está ahora mismo intentando ganar cualquier sueldo en alguna ciudad europea. Probablemente alguno está sufriendo esa disonancia entre esa supuesta continuación del Erasmus, ese cosmopolita sueño europeo y el «gran drama» de tener que limpiar los aseos del McDonald’s, aunque posean las muy importantes licenciaturas de Periodismo, Comunicación Audiovisual y Publicidad, las tres a la vez, así como un máster muy caro de Community Manager.

Hay mucho que asimilar, y no es fácil hacerlo, claro. Aún así, me resulta insoportable el papanatismo de las quejas de alguno de los «exiliados». En algunos casos el plumero asoma mucho, un plumero que indica que ellos pensaban que se merecían, por derecho divino, un puesto de jefe, dos casas y un buen coche, porque ellos son muy listos y están muy preparados, y que una injusticia que ellos tengan que hacer ese trabajo de sueldo mínimo, de muertos de hambre, de perdedores. Puro y simple lloriqueo elitista. Si hay algo injusto en esa situación, es que esos trabajos sean precarios y no ofrezcan condiciones dignas a cualquier trabajador, no que tú no tengas un trabajo de señorito.

Si aún tienes como objetivo ser un «triunfador», hacerte rico siendo un entrepreneur, y situarte por encima de los demás, cierra la boca y no pidas justicia o solidaridad. Ofrécele al mercado lo que tengas para vender, si es que vales tanto. Si en cambio, estás dándote cuenta de que el mundo no funciona como nos lo habían contado, que la desigualdad es intrínsicamente injusta y todo ser humano, venga de donde venga, tiene la misma dignidad, enhorabuena, a mí también me está pasando. Estamos muy acostumbrados a mirarnos el ombligo, pero quizás pronto vergüenzas como las de Lampedusa o los CIEs no nos resulten tan ajenas.

¿Cómo llevas el frío?

Es la pregunta que más me hacen desde España. Hablar del tiempo es el recurso más común cuando se quiere entablar conversación con el vecino en el ascensor, y está bien así porque puede dar pie a muchas conversaciones. Y si funciona en el ascensor, ¿por qué no puede funcionar en un blog?

Además, el clima es un tema más importante en Canadá que en España. En una gran parte del país, afecta al día a día de una manera que deja a los españoles que hablan de las inclemencias del tiempo como unos quejicas. En Nueva Escocia llueve durante muchos días, muchos más que en el peor lugar de Galicia. El clima desgasta a los coches a mayor velocidad, aquí es normal ver circular coches mucho más cascados que en España. También la combinación del duro invierno e intolerancia al que fuma entre cuatro paredes hace que muchos potenciales fumadores abandonen la idea.

En Enero y Febrero lo normal aquí es estar a diez o quince grados bajo cero; en el interior del país, se llega a los treinta bajo cero. En ese mismo interior tienen veranos superiores a los treinta sobre cero. Las mismas casas que tienen que estar preparadas para el frío, no pueden estarlo tanto para el calor, lo que hace que en verano, la gente lo pase sorprendentemente mal para alguien que viene del Mediterráneo.

Hay otra razón por la que el clima es un asunto más grande en este país; Canadá es uno de los países más responsables del cambio climático. Es el país de las arenas de alquitrán de Athabasca y el único país que no ha firmado el Protocolo de Kyoto, pero también es el país que vio nacer a Greenpeace. No puedo evitar pensar que hay más motivos para ser ecologista en Canadá que en otras partes del mundo, aunque sé que eso es relativismo incoherente. Cruzar el país y poder disfrutar de tanta naturaleza virgen, de esos bosques y montañas, es maravilloso.

Aunque esa naturaleza virgen también es un contraste enorme con los cientos de camionetas pick-up, de Hummers y demás bestias mecánicas que pueblan las carreteras canadienses, especialmente en el oeste. Esa es la tierra del petróleo y como tal, todo gira en torno a él: si alguien quiere un café o una hamburguesa, se monta en su pick-up, lo conduce dos minutos, lo pide en los drive-thrus del Tim Horton’s o McDonald’s, y se toma su pedido sin salir de la camioneta. Las calles, las ciudades, no están hechas para el peatón y a veces son hostiles hacia él.

También en el oeste uno puede encontrar a gente que niega el cambio climático, en proporciones más grandes que en la beata Europa. No pretendo juzgarles con superioridad moral; la mayoría de los españoles ha creído en peores quimeras, como la del ladrillo. El petróleo de Alberta es un manjar lo suficientemente goloso como para hacer dudar de cualquier verdad a parte de su población.

También los hay más realistas -y cínicos, quizás-, como la alcaldesa de Fort McMurray, que dice el cambio es real y que sólo les va a traer cosas buenas: tienen la suerte de no estar en la costa, los inviernos serán menos duros y el valor de su tierra subirá. Por muy escandaloso que parezca, me temo que de alguna manera, tiene razón. Incluso en los futuros escenarios climáticos más apocalípticos, los habitantes de la pradera canadiense pueden tener motivos para el optimismo, aunque sea un optimismo egoísta, tienen la sartén por el mango.

Volviendo al tema original, por si acaso os interesaba, la respuesta a la pregunta del título es que llevo muy bien el frío. Me costó más adaptarme cuando llegué a Madrid, sin conocer nada más que el calor de Murcia. Te puedes proteger del frío con un buen abrigo, pero no hay nada que te proteja de la pachorra de esos días de 40º en España que provocan siestas involuntarias, y creo que no he dormido ninguna siesta desde que estoy aquí.