La increíble historia del alcalde y el crack

Casi siempre, este blog explicará Canadá desde una perspectiva española, así que será difícil evitar las comparaciones entre uno y otro país, y el de la hoja de arce parecerá razonable, tranquilo y moderado en comparación con Celtiberia. Hoy no será así.

Todos los clichés sobre Canadá se vienen abajo cuando analizamos la figura del alcalde de la principal ciudad del país, Toronto. Una ciudad que a veces levanta recelos entre el resto de la nación, ya que para ellos, Toronto es demasiado grande, demasiado arrogante y le han regalado demasiadas cosas. Su alcalde, Rob Ford, sería entonces la viva imagen de la ciudad: él también es demasiado grande, arrogante y de buena familia.

Lo primero de Rob Ford que llama la atención es su rotundo aspecto. Es obeso, pero no es precisamente un «Buda feliz»; quizás los medios quieren alimentar su estereotipo, pero las imágenes en televisión lo muestran a menudo nervioso, moviéndose a trompicones, enrojecido y cabreado, como si su propio cuerpo no cupiera en sí mismo y se fuera a desbordar. Una buena metáfora, un avatar antropomórfico de cualquier urbe enorme, de esas que han crecido sin control y de mala manera.

Lo segundo que llama la atención de Ford son sus maneras. El estilo de Rob es basto, a veces agresivo, es de los que «no tienen pelos en la lengua». Cuando ha podido, no ha dudado en intimidar cara a cara a algún periodista. En España el castizo diría que tiene «un par», pero lo siguiente que llama la atención es biografía. No es un hombre «hecho a sí mismo», como otros políticos de perfil parecido lo han sido: Berlusconi, Jesús Gil.. sino que el estatus le vino por herencia; su padre fue un magnate del plástico con cierta importancia en el Partido Conservador de Ontario. Ford heredó de él el dinero y las conexiones políticas; casi se diría que lo único que no pudo conseguir fue su viejo sueño de ser jugador profesional de fútbol americano.

En línea con los orígenes británicos del país, Canadá ya había tenido algún político relevante con problemas con el alcohol, como el carismático Ralph Klein, antiguo premier de Alberta durante 14 años, al que se le había visto bebiendo en bares con moteros de los Ángeles del Infierno o peleándose con vagabundos. Aún así, ni los peores enemigos de Ford, y tiene unos cuantos, hubieran podido imaginar una historia tan truculenta, en la que, como mínimo, encontramos drogas, cadáveres, mentiras y por fin hoy, cintas de vídeo:

Las cuatro estaciones de Rob Ford

Primavera de 2013

El Toronto Star, enemigo declarado del alcalde, se hace eco en su portada de algo que hasta entonces sólo comentaban las malas lenguas: Ford se había presentado en un acto público en tal estado de intoxicación que los organizadores le pidieron amablemente que abandonara la cena y no causara mala imagen. Existían imágenes de esa noche, y en el momento que el periódico habló, las imágenes, que no mostraban a Ford en un estado óptimo, fueron repetidas hasta la saciedad por los canales de noticias.

El Star también se hacía eco de la preocupación por la salud del alcalde que tenían algunos miembros de su gabinete. La respuesta de Ford fue negar la mayor, mostrar su cabreo por esos ataques a su honorabilidad, calificando a esos periodistas de mentirosos. Semanas antes, una antigua rival por la alcaldía, Sarah Thomson, ya lo había acusado de tocarla de manera inapropiada mientras posaban para una foto, así como de mostrar los signos típicos del consumo de cocaína. Ford y la alcaldía negaron todo, esperando que pasase el temporal.

Verano del 2013

Unos meses después, la web americana de cotilleos Gawker suelta la bomba: unos tipos han contactado con uno de sus periodistas y le han ofrecido venderle un vídeo en el que aparece Rob Ford fumando crack con ellos. Le muestran el vídeo al periodista, que lo describe en este artículo, y piden 200.000 dólares por el vídeo. Las imágenes capturadas lo hacen muy veraz, y en el vídeo el alcalde estaría insultando, bajo los efectos del crack, a diferentes personas y grupos, desde los niños del equipo de fútbol americano de colegio que entrenaba (el colegio lo despidió una vez que esta historia salió a la luz) hasta a Justin Trudeau, nuevo líder del Partido Liberal al que llama «maricón». Según los dueños del vídeo, el alcalde era un cliente habitual y a menudo fumaba con ellos. También aseguraban que le vendían crack a más gente importante de Toronto, de dentro y fuera de la política.

Pocas veces nos encontramos con una noticia tan escandalosa y dada por un medio tan poco fiable, pero que a la vez sea tan veraz. Dos semanas más tarde, Ford despidió a su jefe de gabinete y a su vez cinco trabajadores de dicho gabinete dimiten sin hacer ningún comentario. Poco después, Anthony Smith, uno de los dueños del famoso vídeo, fue asesinado en el mismo tiroteo en el que Muhammad Khattak, otro de los que aparece en el vídeo, fue herido. El caso de la muerte de Smith se resolvió con una velocidad sorprendente, alguien se declaró culpable, diciendo que todo ocurrió en una pelea callejera, lo que exoneraba al entorno del alcalde. Con un muerto sobre la mesa, la alcaldía seguía negándolo todo otra vez, pero no sería la última historia del verano.

A finales de Agosto, apareció en Youtube de traje y corbata, vaso de Tim Hortons en mano, en las afueras de un festival callejero, otra vez en estado de escasa sobriedad y poca coherencia en sus palabras;llegó a decir «I’m wasted», que viene a ser «voy ciego». Esta vez Ford sí admitiría más tarde que se había tomado «un par» de cervezas, pero la imagen de un alcalde fuera de control no paraba de crecer. Respecto al asunto del crack, continuaba la estrategia rajoyesca de «algunas cosas no se pueden demostrar».

Otoño del 2013

Y finalmente, hoy, 31 de octubre, la policía de Toronto, anuncia que en el marco de una investigación contra bandas callejeras, han encontrado el famoso vídeo, en un archivo de ordenador que alguien había eliminado. El jefe de la polícia de Toronto, Bill Blair, ha confirmado en una rueda de prensa que lo que aparece en el vídeo lo mismo que había contado Gawker en su momento, y que él estaba decepcionado con el alcalde. A partir de ahora las investigaciones se centran en Sandro Lisi, un amigo cercano y chófer ocasional de Ford, al que los rumores situaban como el que compraba las drogas y trataba con los camellos. Lisi está acusado de extorsión por sus supuestos intentos de eliminar el vídeo y a sus dueños.

Hoy mismo Ford ha salido a la palestra para decir que él no piensa dimitir, que quiere defenderse y lo hará en los juzgados y que sólo quiere seguir haciendo su trabajo, ahorrar dinero a los habitantes de Toronto. Es muy «meritoria» su capacidad de agarrarse a la silla de mando de una ciudad de tamaño similar a Madrid, contra viento y marea, y más si tenemos en cuenta que en Canadá la política local está relativamente separada de la nacional y los aparatos de los grandes partidos no dudan en dejar caer alcaldes, ahora el Partido Conservador y su gobierno tienen otros asuntos y escándalos de los que preocuparse.

Invierno del 2013

¿Qué futuro le espera a Rob Ford? Parece que el está muy seguro de que seguirá siendo alcalde, y también parece que está haciendo historia en el terreno de la gestión de crisis mediáticas. No hay manera política de forzar su dimisión desde fuera, sólo la cárcel lo apartaría del poder, y quizás porque sólo el poder lo aleja de la cárcel, mantendrá esa audacia negando lo evidente y corriendo hacia adelante.

Toda esta historia, además de ser un excelente futuro guión de película, lanza un par de preguntas: ¿es Ford víctima del mayor montaje de la historia?, ¿o quizás se puede gobernar una ciudad de millones de habitantes durante tres años siendo consumidor habitual de crack y sin que nadie lo note demasiado?

La respuesta a una de las dos preguntas es sí, y no sé cuál de las dos sería más inverosímil.

La bebida nacional

Hace un mes me di cuenta de cuánto me estaba acostumbrando a la vida en Canadá. Me encontré a mi mismo compartiendo rutina con medio país, y no exagero demasiado. En esos momentos yo trabajaba en el turno de madrugada, de 11 de la noche a 7:30 de la mañana, en lo que sería el hipermercado de mi barrio, y todas las noches necesitaba una carga extra de cafeína para aguantar.

Así que me vi yendo noche tras noche al sitio que seguía abierto, sin importar que las horas fueran intempestivas (en España algunos a las 11 aún están tomando el postre, en Canadá llevan dos horas en la cama), donde me iban a suministrar el mismo café barato y adictivo que luego vería tomar a mi jefe y a más de un compañero de trabajo, y que les mantenía despiertos de la misma manera que a los antiguos jefe y compañeros de otro hipermercado en el que trabajé tres meses atrás y 3700 kilómetros más al oeste. Y si me pasaba por allí al salir de mi turno, a primera hora de la mañana, podía encontrarme unas colas inimaginables.

Recuerdo la primera vez que lo probé; llevaba una semana aquí y los que me acompañaban insistían en que tenía que probar algo tan canadiense. Yo no lo sabía entonces, pero en lugar de una visita turística guiada, ese acto tuvo más de la típica iniciación a cualquier vicio. Desde entonces, estoy más que habituado al subidón de azúcar del café French Vanilla de Tim Hortons, y me ha tentado a lo largo de toda la geografía canadiense.

Pocos países tienen una franquicia como símbolo nacional, más allá de Ikea y Suecia, pero ninguna franquicia cohesiona tanto a un país como Tim Hortons lo hace con Canadá. La franquicia está presente en todos los rincones del país, vendiendo café con el nombre de un jugador de hockey que murió en los 70. Está en las cantinas universitarias, despertando a estudiantes con falta de sueño. También está en mil rincones rurales, siendo el punto de reunión para que los vecinos de 80 años de los alrededores se reúnan a contar batallitas cada mañana. He acompañado a unos en el este y a otros en el oeste, y en todos los sitios, el mismo café, el mismo bollo, el mismo sándwich.

Lo normal es que a un español le venga a la mente Starbucks, pero no es una analogía válida; este café es mucho menos elitista o hip, aunque sea igual de industrial. Sus anuncios de televisión venden la imagen de los albañiles bebiendo «Timmies» en la obra, o, por supuesto, el partido de hockey cuyos espectadores lo beben todos. Aquí, el estirado y el moderno beben el café europeo, el latte, porque, amigos lectores, en Norteamérica no existe el coffee with milk (Ana Botella no cometió ningún error al llamarle café con leche), y lo que se le pueda parecer siempre tiene un precio prohibitivo. Lo de Tim Hortons, en cambio, es consumo de masas.

Hay unos 3.500 establecimientos a lo largo de todo el país, uno por cada 10.000 canadienses. ¿Te parece que hay muchos McDonald’s en España? El payaso Ronald sólo tiene allí 400 restaurantes, uno por cada 120.000 españoles. Incluso en el paralelo 63 tienen uno. Hay tal consenso entorno a beber ese café (tiene 63% de cuota de mercado frente al 7% de Starbucks) que los debates sobre las tapas de sus vasos llegan a los telediarios; los rusos tienen el vodka si quieren aguantar el frío, los canadienses tienen Tim Hortons, y, por el bien de mi salud, yo tengo que pensar en pasarme al té.

Exiliado no, migrante

Ha cuajado entre muchos españoles esta exageración que a mí me parece injusta. Según este discurso, los jóvenes que nos hemos ido de España a trabajar a otros países seríamos «exiliados», igual que los republicanos que huyeron en el 39 de la persecución política y se fueron a México, Argentina, o a Francia, para acabar algunos de ellos en un campo de concentración. Algunos, quizás con un poco más de vergüenza, matizan utilizando la expresión «exiliado económico». Supongo que para todos ellos es una pena que ya exista una palabra que siempre ha definido eso: migrante. Si el exiliado vuelve a su país, o lo meten en la cárcel o lo matan, y me parece que aún no hemos llegado a ese extremo en la España actual.

Pareciera que los que utilizan esta expresión de exiliado la asocian a una épica y heroísmo que no ven en los emigrantes que también fueron a Alemania o Suiza en los 60, o los miles que han abandonado lugares como Galicia durante siglos.  No hace falta irse atrás en el tiempo; parece que no queremos llamarnos a nosotros mismos con la misma palabra que designaba a todos los marroquíes, ecuatorianos, senegaleses, dominicanos, o rumanos que vinieron a España cuando las cosas iban bien, para realizar los trabajos que los españoles no queríamos hacer.

Nosotros, los buenos jóvenes de clase media ni nos planteábamos si ese o esa «tercermundista» tenía estudios superiores o estaban cualificados para hacer mucho más que recoger lechugas, limpiar casas o poner ladrillos. «Si ese moro o ese payoponi ha estudiado algo en su país, seguro que era un chiste de carrera, en medio de la jungla o el desierto.»  No todos pensábamos esa barbaridad, pero más de uno habrá oído alguna vez algo parecido en boca de algún machote cubata en mano.

Probablemente alguno de ellos está ahora mismo intentando ganar cualquier sueldo en alguna ciudad europea. Probablemente alguno está sufriendo esa disonancia entre esa supuesta continuación del Erasmus, ese cosmopolita sueño europeo y el «gran drama» de tener que limpiar los aseos del McDonald’s, aunque posean las muy importantes licenciaturas de Periodismo, Comunicación Audiovisual y Publicidad, las tres a la vez, así como un máster muy caro de Community Manager.

Hay mucho que asimilar, y no es fácil hacerlo, claro. Aún así, me resulta insoportable el papanatismo de las quejas de alguno de los «exiliados». En algunos casos el plumero asoma mucho, un plumero que indica que ellos pensaban que se merecían, por derecho divino, un puesto de jefe, dos casas y un buen coche, porque ellos son muy listos y están muy preparados, y que una injusticia que ellos tengan que hacer ese trabajo de sueldo mínimo, de muertos de hambre, de perdedores. Puro y simple lloriqueo elitista. Si hay algo injusto en esa situación, es que esos trabajos sean precarios y no ofrezcan condiciones dignas a cualquier trabajador, no que tú no tengas un trabajo de señorito.

Si aún tienes como objetivo ser un «triunfador», hacerte rico siendo un entrepreneur, y situarte por encima de los demás, cierra la boca y no pidas justicia o solidaridad. Ofrécele al mercado lo que tengas para vender, si es que vales tanto. Si en cambio, estás dándote cuenta de que el mundo no funciona como nos lo habían contado, que la desigualdad es intrínsicamente injusta y todo ser humano, venga de donde venga, tiene la misma dignidad, enhorabuena, a mí también me está pasando. Estamos muy acostumbrados a mirarnos el ombligo, pero quizás pronto vergüenzas como las de Lampedusa o los CIEs no nos resulten tan ajenas.

¿Cómo llevas el frío?

Es la pregunta que más me hacen desde España. Hablar del tiempo es el recurso más común cuando se quiere entablar conversación con el vecino en el ascensor, y está bien así porque puede dar pie a muchas conversaciones. Y si funciona en el ascensor, ¿por qué no puede funcionar en un blog?

Además, el clima es un tema más importante en Canadá que en España. En una gran parte del país, afecta al día a día de una manera que deja a los españoles que hablan de las inclemencias del tiempo como unos quejicas. En Nueva Escocia llueve durante muchos días, muchos más que en el peor lugar de Galicia. El clima desgasta a los coches a mayor velocidad, aquí es normal ver circular coches mucho más cascados que en España. También la combinación del duro invierno e intolerancia al que fuma entre cuatro paredes hace que muchos potenciales fumadores abandonen la idea.

En Enero y Febrero lo normal aquí es estar a diez o quince grados bajo cero; en el interior del país, se llega a los treinta bajo cero. En ese mismo interior tienen veranos superiores a los treinta sobre cero. Las mismas casas que tienen que estar preparadas para el frío, no pueden estarlo tanto para el calor, lo que hace que en verano, la gente lo pase sorprendentemente mal para alguien que viene del Mediterráneo.

Hay otra razón por la que el clima es un asunto más grande en este país; Canadá es uno de los países más responsables del cambio climático. Es el país de las arenas de alquitrán de Athabasca y el único país que no ha firmado el Protocolo de Kyoto, pero también es el país que vio nacer a Greenpeace. No puedo evitar pensar que hay más motivos para ser ecologista en Canadá que en otras partes del mundo, aunque sé que eso es relativismo incoherente. Cruzar el país y poder disfrutar de tanta naturaleza virgen, de esos bosques y montañas, es maravilloso.

Aunque esa naturaleza virgen también es un contraste enorme con los cientos de camionetas pick-up, de Hummers y demás bestias mecánicas que pueblan las carreteras canadienses, especialmente en el oeste. Esa es la tierra del petróleo y como tal, todo gira en torno a él: si alguien quiere un café o una hamburguesa, se monta en su pick-up, lo conduce dos minutos, lo pide en los drive-thrus del Tim Horton’s o McDonald’s, y se toma su pedido sin salir de la camioneta. Las calles, las ciudades, no están hechas para el peatón y a veces son hostiles hacia él.

También en el oeste uno puede encontrar a gente que niega el cambio climático, en proporciones más grandes que en la beata Europa. No pretendo juzgarles con superioridad moral; la mayoría de los españoles ha creído en peores quimeras, como la del ladrillo. El petróleo de Alberta es un manjar lo suficientemente goloso como para hacer dudar de cualquier verdad a parte de su población.

También los hay más realistas -y cínicos, quizás-, como la alcaldesa de Fort McMurray, que dice el cambio es real y que sólo les va a traer cosas buenas: tienen la suerte de no estar en la costa, los inviernos serán menos duros y el valor de su tierra subirá. Por muy escandaloso que parezca, me temo que de alguna manera, tiene razón. Incluso en los futuros escenarios climáticos más apocalípticos, los habitantes de la pradera canadiense pueden tener motivos para el optimismo, aunque sea un optimismo egoísta, tienen la sartén por el mango.

Volviendo al tema original, por si acaso os interesaba, la respuesta a la pregunta del título es que llevo muy bien el frío. Me costó más adaptarme cuando llegué a Madrid, sin conocer nada más que el calor de Murcia. Te puedes proteger del frío con un buen abrigo, pero no hay nada que te proteja de la pachorra de esos días de 40º en España que provocan siestas involuntarias, y creo que no he dormido ninguna siesta desde que estoy aquí.

Un año en Canadá

Hace una semana que he cumplido un año de estancia en Canadá. Un año desde que le di ese giro de 180 grados a mi vida. No sé cuánta gente ha pasado por mi misma experiencia; al fin y al cabo no soy un inmigrante al uso, estoy aquí por mi pareja -como dicen siempre en Españoles por el mundo, «¿qué te trajo por aquí? el amor»- y eso ha hecho que adaptarme sea más fácil, pero también que no necesite adaptarme tanto como el que llega solo y no tiene a nadie.

Durante la primera mitad de mi año aquí no tenía permiso de trabajo, durante la segunda le he dado mucho uso y ya he tenido seis trabajos, siempre siendo yo el que decidía cambiar uno por otro un poquito mejor. En estos momentos tengo un tedioso trabajo de oficina con el que gano el doble del sueldo mínimo español. Antes he hecho sándwiches, fregado platos, descargado camiones, dado clases particulares y repuesto estantes de hipermercado.

No es el paraíso de la clase media que nos prometíamos todos allá por el 2005 o 2006, pero se parece a esas biografías del padre inmigrante de cualquier famoso norteamericano, y ya me autoconvencí de que prefiero esto a colaborar gratuitamente con no se qué proyecto periodístico por el que no veré un duro. A veces echo de menos escribir, pero nunca he echado de menos intentar ser periodista, y nunca lo he intentado con muchas ganas. Prefiero intentar ganarme la vida, y por ahora lo voy consiguiendo.

Durante esa primera mitad en la que no podía trabajar y no tenía ni dinero ni mucho que hacer en mi nueva ciudad, pasaba las primeras mañanas andando por todas las calles. Halifax me resultaba rara y, de alguna manera, no me parecía real que yo estuviera viviendo en este rincón de Norteamérica. Pasó el tiempo y fueron mis recuerdos de toda mi vida en España los que cada vez se volvieron más extraños y menos creíbles. Si un año con internet y todo tipo de redes sociales te hace esto no puedo imaginar cómo tenía que ser para el inmigrante de hace cien años, que perdía todo el contacto con su tierra.

Durante la segunda mitad, he cruzado todo el país, del Atlántico al Pacífico para volver otra vez al Atlántico, he trabajado en esas ocupaciones que ya he enumerado, con todo tipo de gente, desde niñatas muy blancas, muy rubias y muy obesas de 18 años hasta señores afganos de 60. Mientras, yo ya he cumplido 26, y me parece que ahora, otra vez, tengo ganas de contar cosas: alguna de las que he visto, y muchas de las que pienso.