Exiliado no, migrante

Ha cuajado entre muchos españoles esta exageración que a mí me parece injusta. Según este discurso, los jóvenes que nos hemos ido de España a trabajar a otros países seríamos «exiliados», igual que los republicanos que huyeron en el 39 de la persecución política y se fueron a México, Argentina, o a Francia, para acabar algunos de ellos en un campo de concentración. Algunos, quizás con un poco más de vergüenza, matizan utilizando la expresión «exiliado económico». Supongo que para todos ellos es una pena que ya exista una palabra que siempre ha definido eso: migrante. Si el exiliado vuelve a su país, o lo meten en la cárcel o lo matan, y me parece que aún no hemos llegado a ese extremo en la España actual.

Pareciera que los que utilizan esta expresión de exiliado la asocian a una épica y heroísmo que no ven en los emigrantes que también fueron a Alemania o Suiza en los 60, o los miles que han abandonado lugares como Galicia durante siglos.  No hace falta irse atrás en el tiempo; parece que no queremos llamarnos a nosotros mismos con la misma palabra que designaba a todos los marroquíes, ecuatorianos, senegaleses, dominicanos, o rumanos que vinieron a España cuando las cosas iban bien, para realizar los trabajos que los españoles no queríamos hacer.

Nosotros, los buenos jóvenes de clase media ni nos planteábamos si ese o esa «tercermundista» tenía estudios superiores o estaban cualificados para hacer mucho más que recoger lechugas, limpiar casas o poner ladrillos. «Si ese moro o ese payoponi ha estudiado algo en su país, seguro que era un chiste de carrera, en medio de la jungla o el desierto.»  No todos pensábamos esa barbaridad, pero más de uno habrá oído alguna vez algo parecido en boca de algún machote cubata en mano.

Probablemente alguno de ellos está ahora mismo intentando ganar cualquier sueldo en alguna ciudad europea. Probablemente alguno está sufriendo esa disonancia entre esa supuesta continuación del Erasmus, ese cosmopolita sueño europeo y el «gran drama» de tener que limpiar los aseos del McDonald’s, aunque posean las muy importantes licenciaturas de Periodismo, Comunicación Audiovisual y Publicidad, las tres a la vez, así como un máster muy caro de Community Manager.

Hay mucho que asimilar, y no es fácil hacerlo, claro. Aún así, me resulta insoportable el papanatismo de las quejas de alguno de los «exiliados». En algunos casos el plumero asoma mucho, un plumero que indica que ellos pensaban que se merecían, por derecho divino, un puesto de jefe, dos casas y un buen coche, porque ellos son muy listos y están muy preparados, y que una injusticia que ellos tengan que hacer ese trabajo de sueldo mínimo, de muertos de hambre, de perdedores. Puro y simple lloriqueo elitista. Si hay algo injusto en esa situación, es que esos trabajos sean precarios y no ofrezcan condiciones dignas a cualquier trabajador, no que tú no tengas un trabajo de señorito.

Si aún tienes como objetivo ser un «triunfador», hacerte rico siendo un entrepreneur, y situarte por encima de los demás, cierra la boca y no pidas justicia o solidaridad. Ofrécele al mercado lo que tengas para vender, si es que vales tanto. Si en cambio, estás dándote cuenta de que el mundo no funciona como nos lo habían contado, que la desigualdad es intrínsicamente injusta y todo ser humano, venga de donde venga, tiene la misma dignidad, enhorabuena, a mí también me está pasando. Estamos muy acostumbrados a mirarnos el ombligo, pero quizás pronto vergüenzas como las de Lampedusa o los CIEs no nos resulten tan ajenas.

Un año en Canadá

Hace una semana que he cumplido un año de estancia en Canadá. Un año desde que le di ese giro de 180 grados a mi vida. No sé cuánta gente ha pasado por mi misma experiencia; al fin y al cabo no soy un inmigrante al uso, estoy aquí por mi pareja -como dicen siempre en Españoles por el mundo, «¿qué te trajo por aquí? el amor»- y eso ha hecho que adaptarme sea más fácil, pero también que no necesite adaptarme tanto como el que llega solo y no tiene a nadie.

Durante la primera mitad de mi año aquí no tenía permiso de trabajo, durante la segunda le he dado mucho uso y ya he tenido seis trabajos, siempre siendo yo el que decidía cambiar uno por otro un poquito mejor. En estos momentos tengo un tedioso trabajo de oficina con el que gano el doble del sueldo mínimo español. Antes he hecho sándwiches, fregado platos, descargado camiones, dado clases particulares y repuesto estantes de hipermercado.

No es el paraíso de la clase media que nos prometíamos todos allá por el 2005 o 2006, pero se parece a esas biografías del padre inmigrante de cualquier famoso norteamericano, y ya me autoconvencí de que prefiero esto a colaborar gratuitamente con no se qué proyecto periodístico por el que no veré un duro. A veces echo de menos escribir, pero nunca he echado de menos intentar ser periodista, y nunca lo he intentado con muchas ganas. Prefiero intentar ganarme la vida, y por ahora lo voy consiguiendo.

Durante esa primera mitad en la que no podía trabajar y no tenía ni dinero ni mucho que hacer en mi nueva ciudad, pasaba las primeras mañanas andando por todas las calles. Halifax me resultaba rara y, de alguna manera, no me parecía real que yo estuviera viviendo en este rincón de Norteamérica. Pasó el tiempo y fueron mis recuerdos de toda mi vida en España los que cada vez se volvieron más extraños y menos creíbles. Si un año con internet y todo tipo de redes sociales te hace esto no puedo imaginar cómo tenía que ser para el inmigrante de hace cien años, que perdía todo el contacto con su tierra.

Durante la segunda mitad, he cruzado todo el país, del Atlántico al Pacífico para volver otra vez al Atlántico, he trabajado en esas ocupaciones que ya he enumerado, con todo tipo de gente, desde niñatas muy blancas, muy rubias y muy obesas de 18 años hasta señores afganos de 60. Mientras, yo ya he cumplido 26, y me parece que ahora, otra vez, tengo ganas de contar cosas: alguna de las que he visto, y muchas de las que pienso.