Cabin fever

Poder volver a casa para la época de fiestas, el reencuentro con familia y amigos, eso tiene muchas cosas buenas, pero también un aspecto negativo que hasta el más miope hubiera visto venir: no es fácil cambiar Murcia por Canadá en pleno enero. Es una interrupción de la interrupción, para otra vez lidiar con distancias kilométricas, con al menos un par de decenas de grados de temperatura de diferencia, con el viento, la lluvia, el hielo y el barro, mucho más desagradables que la nieve, con diferencias culturales para las que, por culpa de un sólo mes en España, estoy desintonizado.

Bajo un invierno tan severo, parece que salir a la calle y socializarse es un sacrificio enorme que necesita coartadas igual de grandes. En efecto, económicamente sí es un sacrificio, comparado con las tierras ibéricas, así que hay que tener muy buenas razones para salir de casa. Incluso hacer la compra, aquí donde no existen los supermercados y sólo hay unos cuantos hiper diseminados por toda la ciudad, es una epopeya para el desgraciado que no tiene un coche. Casi se podría decir que, en el norte del norte, el que no puede permitirse ser otra cosa que peatón es una especie de paria. Aunque no me hagais mucho caso, será que aún tengo las piernas cansadas, y tampoco querría yo darle la razón a ningún anuncio de Campofrío.

Por estas tierras se habla de un concepto del que nunca había oído antes de llegar aquí: el de cabin fever o fiebre de la cabaña. Es lo que siente el que está encerrado por un largo tiempo sin nada que hacer; una prima hermana de la claustrofobia, la depresión y el aburrimiento. El invierno la propicia y no la sufren únicamente los recién llegados. Los psicólogos recomiendan salir a la calle, aunque no tengamos ganas de pasear a -12º, que aprovechemos las pocas horas de sol disponibles. Los mismos expertos recomiendan hacer amigos en verano y otoño, para así tener con quien compartir los meses de frío. Incluso los profesionales de la autoayuda descartan la posibilidad de socializar en el invierno canadiense.

Espero que ni Chus Lampreave ni Fofito lean esto.

Un año en Canadá

Hace una semana que he cumplido un año de estancia en Canadá. Un año desde que le di ese giro de 180 grados a mi vida. No sé cuánta gente ha pasado por mi misma experiencia; al fin y al cabo no soy un inmigrante al uso, estoy aquí por mi pareja -como dicen siempre en Españoles por el mundo, «¿qué te trajo por aquí? el amor»- y eso ha hecho que adaptarme sea más fácil, pero también que no necesite adaptarme tanto como el que llega solo y no tiene a nadie.

Durante la primera mitad de mi año aquí no tenía permiso de trabajo, durante la segunda le he dado mucho uso y ya he tenido seis trabajos, siempre siendo yo el que decidía cambiar uno por otro un poquito mejor. En estos momentos tengo un tedioso trabajo de oficina con el que gano el doble del sueldo mínimo español. Antes he hecho sándwiches, fregado platos, descargado camiones, dado clases particulares y repuesto estantes de hipermercado.

No es el paraíso de la clase media que nos prometíamos todos allá por el 2005 o 2006, pero se parece a esas biografías del padre inmigrante de cualquier famoso norteamericano, y ya me autoconvencí de que prefiero esto a colaborar gratuitamente con no se qué proyecto periodístico por el que no veré un duro. A veces echo de menos escribir, pero nunca he echado de menos intentar ser periodista, y nunca lo he intentado con muchas ganas. Prefiero intentar ganarme la vida, y por ahora lo voy consiguiendo.

Durante esa primera mitad en la que no podía trabajar y no tenía ni dinero ni mucho que hacer en mi nueva ciudad, pasaba las primeras mañanas andando por todas las calles. Halifax me resultaba rara y, de alguna manera, no me parecía real que yo estuviera viviendo en este rincón de Norteamérica. Pasó el tiempo y fueron mis recuerdos de toda mi vida en España los que cada vez se volvieron más extraños y menos creíbles. Si un año con internet y todo tipo de redes sociales te hace esto no puedo imaginar cómo tenía que ser para el inmigrante de hace cien años, que perdía todo el contacto con su tierra.

Durante la segunda mitad, he cruzado todo el país, del Atlántico al Pacífico para volver otra vez al Atlántico, he trabajado en esas ocupaciones que ya he enumerado, con todo tipo de gente, desde niñatas muy blancas, muy rubias y muy obesas de 18 años hasta señores afganos de 60. Mientras, yo ya he cumplido 26, y me parece que ahora, otra vez, tengo ganas de contar cosas: alguna de las que he visto, y muchas de las que pienso.