El baloncesto de aquí y el de allí (I)

Hoy voy a hablar de baloncesto,  como siempre comparando ambos países, pero para eso creo necesario poner el español -en este caso «mi» equipo, el CB Murcia- en perspectiva, y no quiero dejarme nada en el tintero, así que voy a dividir el texto en dos partes. Quizás parezca que en esta entrada hay poco de Canadá pero también creo que hay una gran verdad en eso de que todos los caminos llevan a Roma.

El baloncesto es un deporte que me ha encantado desde que con catorce años recién cumplidos, vi por la tele a la selección española y su injusto bronce en el Eurobasket de Turquía de 2001, cuando Pau Gasol, Raül López y Juan Carlos Navarro aún tenían su historia por escribir. Ese año, además de empezar a practicarlo- y en mi caso, sin mucha fortuna – muchos adolescentes españoles nos hicimos seguidores de los Memphis Grizzlies. Unos Grizzlies que acababan de huir de Canadá buscando mejor fortuna en el sur.

Daba igual que el equipo fuera desastroso, con ese balance de 23-59, ni que más allá de «nuestro» Pau, hubiera poco con lo que emocionarse. Hagamos memoria: el roster estaba compuesto por figuras como unos muy viejos Grant Long, Tony Massenburg o Isaac Austin, gente que no haría carrera en la liga como Eddie Gill, Isaac Fontaine, Will Solomon, Antonis Fotsis y también alguien del que hablaré más adelante: Rodney Buford. Yo y muchos nos tragábamos derrota tras derrota narradas por Andrés Montes en Canal +, los viernes por la tarde. En mi ciudad, el CB Murcia, en ese momento llevaba el nombre de la constructora Etosa, estaba en la liga LEB y lo más destacado que se podría decir del equipo es que tenía a un tipo que compartía nombre con Michael Jordan.

El año siguiente mi experiencia como espectador del baloncesto local fue mucho más grata; cada par de jornadas acudía al Palacio de los Deportes a ver a ese equipo cuyas figuras eran Xavi Sánchez-Bernat y Antonio Reynolds-Dean, un Etosa Murcia que se ganó el ascenso, ganando en playoffs a Cantabria Lobos y a un surrealista equipo de la Universidad Complutense en el que jugaban Andre Turner con 38 años y Maciej Lampe con 17. La ACB se acercaba, y cerca, en el Centro de Tecnificación de Alicante, se celebró el All Star de la liga. Ese en el que Walter Herrmann ganó el concurso de mates. Ahí pude ver en directo a Navarro, Bodiroga, Jasikevicius, que me cautivarían ganando el triplete, y a Scola, Nocioni y tantos otros. Con quince años mi panteón baloncestístico se había formado.

El año siguiente, Murcia cambió la LEB por la ACB, y una constructora, Etosa, por otra, Polaris World. También Polaris daría mucho que hablar más adelante. Eran tiempos de campos de golf y «Agua para Todos», de hegemonía total del ladrillo. Los patrocinios deportivos pueden ser útiles como cualquier hemeroteca cuando se busca el signo de tiempos pasados. Mis padres me compraron un abono de temporada, y la temporada fue nefasta pero divertida; Murcia ya tenía una larga tradición de equipos ascensores, de los que siempre dan la razón a Isaac Newton.

Lo cierto es que no es la peor dinámica que un aficionado puede encontrar, hay emoción al buscar el ascenso y la hay al intentar evitar el descenso, un año se disfruta ganando y al siguiente, uno admira a las grandes figuras con el mismo semblante de Paco Martínez-Soria cuando iba a la gran ciudad. Por esas coordenadas se movía alguno de mis vecinos de asiento; un par de casi jubilados rurales que a menudo gritaban «negro de mierda» a la estrella del equipo rival. La afición futbolera de Murcia tiene un odioso tic: insultan y masacran al jugador propio mucho más que al árbitro o al rival. Alguno en el Palacio se había contagiado y hacía lo propio con los jugadores que defendían y fallaban triples. Seguro que todos lo disfrutaban.

Seguí abonado al club hasta que me fui a estudiar a Madrid. Ese año, el Polaris World Murcia cambió el tradicional rojo por los colores corporativos del patrocinador. La constructora había comprado el equipo. Yo ya no iba a animarles al Palacio cada 15 días, tardé meses en poder ver un partido por televisión. Creo que fue la final de la Copa Príncipe de Asturias, no recuerdo el rival y no quiero buscarlo en Google, pero sí recuerdo a Juanjo Triguero jugando de maravilla y a mí con dificultades para implicarme emocionalmente con lo que ya me chirriaba como un anuncio andante de una empresa nociva, en lugar del equipo de mis amores.

Mientras tanto, en esos años en Madrid, de vez en cuando disfruté de algún partido que otro, Real Madrid o Estudiantes; ACB, Copa del Rey o Euroliga. Los disfruté como quien va al teatro o el cine, pero sin pensar nunca en cambiarme de chaqueta.  Un par de veces pude volver a Murcia, al Palacio, y ver a ganar más a menudo a un equipo con grandes jugadores como Taquan Dean o Marcus Fizer, aunque no podía evitar incomodarme cuando alguien intentaba que el pabellón cantara «Po – la -ris» en lugar de «Mur – cia, Mur – cia».

Era lógico intuir que eso no tenía futuro, mientras bajo una pancarta enorme de «Agua para Todos» unos hinchas gritaban a todo pulmón el nombre de la constructora que sembraba de campos de golf media provincia, algunos hablaban cada vez más de una burbuja inmobiliaria y la palabra crisis se abría paso tímidamente. Esa crisis que el presidente Rodríguez Zapatero no quería mencionar y esa burbuja cuya existencia negó todo el establishment español: Chacón, Solbes, Blesa, Jiménez Losantos, Montoro, De Guindos, Felip Puig o Rato, entre muchos otros.

Lo que tenía que pasar, pasó. Estalló la burbuja, Polaris quebró y, si no tenía dinero para pagar a sus proveedores o acabar sus obras, ¿cómo iba a seguir gastando dinero en ese capricho para nuevos ricos que nunca dio beneficios? Porque, como el resto del deporte profesional español, la liga ACB, por mucho que yo la haya disfrutado, parece salida del mundo que existe en la mente de Mariano Rajoy, es una liga en la que todos han vivido y viven por encima de sus posibilidades, confiando en que siempre aparecerá alguien que pague las deudas. No fue así.

El Akasvayu Girona fue paradigmático. Su patrocinador, una oscura inmobiliaria de capital ruso, trajo a Svetislav Pesic, Marc Gasol y una plantilla de lujo que consiguió una EuroCup. Meses después, su directiva anunció que el equipo acumulaba 6 millones de euros en deuda, y renunciaron a la ACB. De la gloria a la ruina, ya que en LEB sólo prolongarían la agonía algún año más hasta desaparecer, como más equipos. Parecía que el CB Murcia iba a seguir ese camino, ya que la única fuente importante de ingresos era la subvención del gobierno autonómico, me parece que de un millón al año.

Los sueldos de unos señores extranjeros que ganaban, digamos, 15.000 euros al mes eran subvencionados a lo largo de toda España por autonomías, provincias y ayuntamientos. Dicen que era para promocionar el deporte, pero se pueden contar con los dedos de una mano los baloncestistas profesionales que han salido de Murcia. Aunque hubieran sido muchos, lo justo y necesario hubiera sido favorecer la práctica del deporte para todos, no sólo para el Nenad Markovic, Ferrán López o el Chris Thomas de turno.

El equipo, eso sí, aguantó hasta que llegó otro salvador con el dinero por delante: la UCAM, la Universidad Católica. Fracasada en Murcia la utopía del ladrillo, el poder parece olvidarse de posibles modernidades y busca refugio en la religión de toda la vida, variante neocatecumenal. El rector, José Luis Mendoza, a golpe de talonario hace a su universidad omnipresente en el panorama deportivo. Incluso paga a Mireia Belmonte para que muy de vez en cuando pase por Murcia a hacer el paripé. Una de las pocas televisiones locales que se mantiene con vida después del crash, Popular TV, se ha convertido en poco más que un altavoz propagandístico de la UCAM.

Todo eso iría ocurriendo poco a poco en los últimos años. Por mucha aversión que me provocara el nuevo patrocinador (acabaría siendo dueño) del club, no podía evitar animar al increíble trío que lideró al equipo en la remontada de final de temporada para la salvación, cuando James Augustine, Ime Udoka y Quincy Douby enviaron al Estudiantes al «descenso», haciendo de supervillanos para la mayoría de los aficionados y periodistas de toda España, que probablemente tenían razones fundadas para saber que los madrileños eran los buenos y los murcianos los malos de la película.

Acabé yéndome de España, y seguí los avatares del equipo cuando pude, de vez en cuando. Más de un año después, volví a casa por Navidad, y quise acercarme de nuevo al Palacio de los Deportes, como quien se reúne con un viejo amigo después de años sin verse. Y tenía mucho en lo que ponerme al día.El aforo estaba casi completo y en la pista se jugó un buen baloncesto recompensado con una victoria. Esas dos cosas, las más importantes para un espectador, habían cambiado mucho y a mejor desde mis tiempos de abonado.

También las viejas pancartas de «Agua para Todos» habían desaparecido, aunque me temo que la razón de eso no fue la sensatez; a los poderes fácticos se les calmó la sed milagrosamente cuando los socialistas desalojaron la Moncloa, la Generalitat y el Gobierno de Aragón. Los colores del equipo habían cambiado otra vez, se cambió el clásico rojo y blanco por los colores de la UCAM, el azul, inconfundible color de orden, y amarillo vaticano. Ahora hasta el escudo tiene un San Antonio con espada y todo. La otra equipación, con la que jugaron el partido que vi, es una suerte de disfraz de selección española, una camiseta con el rojo y gualdo de la bandera del reino, para que nadie se lleve a engaños.

Antes y durante el partido, el speaker fue repitiendo una y otra vez  que el señor Mendoza estaba presente, que el señor Mendoza acompañaría a los deportistas olímpicos «universitarios» para saludar en el descanso, el señor Mendoza esto y el señor Mendoza lo otro. No en vano estábamos en el Mediterráneo; el señor Mendoza se comporta como un patricio o un tribuno de la antigua Roma, ofreciéndole al pueblo que llena el coliseo unos cuantos gladiadores para así ganarse el favor de la gente. Esa noche, había disfrutado de un buen espectáculo, pero al cabo de unos días lo recordé con una sensación agridulce. El baloncesto que vi en Murcia no podía ser más distinto que el que he visto en Halifax. A ese le dedicaré la segunda parte de este texto.

Un pensamiento en “El baloncesto de aquí y el de allí (I)

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