La bebida nacional

Hace un mes me di cuenta de cuánto me estaba acostumbrando a la vida en Canadá. Me encontré a mi mismo compartiendo rutina con medio país, y no exagero demasiado. En esos momentos yo trabajaba en el turno de madrugada, de 11 de la noche a 7:30 de la mañana, en lo que sería el hipermercado de mi barrio, y todas las noches necesitaba una carga extra de cafeína para aguantar.

Así que me vi yendo noche tras noche al sitio que seguía abierto, sin importar que las horas fueran intempestivas (en España algunos a las 11 aún están tomando el postre, en Canadá llevan dos horas en la cama), donde me iban a suministrar el mismo café barato y adictivo que luego vería tomar a mi jefe y a más de un compañero de trabajo, y que les mantenía despiertos de la misma manera que a los antiguos jefe y compañeros de otro hipermercado en el que trabajé tres meses atrás y 3700 kilómetros más al oeste. Y si me pasaba por allí al salir de mi turno, a primera hora de la mañana, podía encontrarme unas colas inimaginables.

Recuerdo la primera vez que lo probé; llevaba una semana aquí y los que me acompañaban insistían en que tenía que probar algo tan canadiense. Yo no lo sabía entonces, pero en lugar de una visita turística guiada, ese acto tuvo más de la típica iniciación a cualquier vicio. Desde entonces, estoy más que habituado al subidón de azúcar del café French Vanilla de Tim Hortons, y me ha tentado a lo largo de toda la geografía canadiense.

Pocos países tienen una franquicia como símbolo nacional, más allá de Ikea y Suecia, pero ninguna franquicia cohesiona tanto a un país como Tim Hortons lo hace con Canadá. La franquicia está presente en todos los rincones del país, vendiendo café con el nombre de un jugador de hockey que murió en los 70. Está en las cantinas universitarias, despertando a estudiantes con falta de sueño. También está en mil rincones rurales, siendo el punto de reunión para que los vecinos de 80 años de los alrededores se reúnan a contar batallitas cada mañana. He acompañado a unos en el este y a otros en el oeste, y en todos los sitios, el mismo café, el mismo bollo, el mismo sándwich.

Lo normal es que a un español le venga a la mente Starbucks, pero no es una analogía válida; este café es mucho menos elitista o hip, aunque sea igual de industrial. Sus anuncios de televisión venden la imagen de los albañiles bebiendo «Timmies» en la obra, o, por supuesto, el partido de hockey cuyos espectadores lo beben todos. Aquí, el estirado y el moderno beben el café europeo, el latte, porque, amigos lectores, en Norteamérica no existe el coffee with milk (Ana Botella no cometió ningún error al llamarle café con leche), y lo que se le pueda parecer siempre tiene un precio prohibitivo. Lo de Tim Hortons, en cambio, es consumo de masas.

Hay unos 3.500 establecimientos a lo largo de todo el país, uno por cada 10.000 canadienses. ¿Te parece que hay muchos McDonald’s en España? El payaso Ronald sólo tiene allí 400 restaurantes, uno por cada 120.000 españoles. Incluso en el paralelo 63 tienen uno. Hay tal consenso entorno a beber ese café (tiene 63% de cuota de mercado frente al 7% de Starbucks) que los debates sobre las tapas de sus vasos llegan a los telediarios; los rusos tienen el vodka si quieren aguantar el frío, los canadienses tienen Tim Hortons, y, por el bien de mi salud, yo tengo que pensar en pasarme al té.